En busca de una vida Humana Auténtica La semana anterior hablábamos acerca de dos de los principales componentes para la gestación de ideas y acciones extremas e intolerantes: el convencimiento absoluto de que se tiene razón, y que por lo tanto, quien piensa distinto carece de ella y hay que combatirlo, y, en segundo lugar, el imperativo moral de la acción ética. Hablábamos también respecto al aparente contrasentido que representa el hacer “mal” a los otros partir de una acción guiada por una convicción moral inatacable, pero tal contrasentido no existe puesto que una ética equivocada, o una interpretación equivocada de una ética correcta, es la vía más corta para la injusticia, porque deja en quién la comete una profunda y genuina satisfacción al haber actuado –desde su perspectiva- de un modo impecable y correcto. Así funcionamos en el ámbito personal, pero en lo colectivo las cosas no son muy diferentes. En lo que respecta a las normas de conducta socialmente aceptadas y el enfrentamiento con la diversidad racial e ideológica, las cosas funcionan de manera similar. Suponemos que en mundo construido geopolíticamente por un conjunto de entidades nacionales más o menos cerradas es posible –y deseable– fijar normas morales y éticas –las propias por encima de las ajenas, desde luego– que nos abarquen a todos, pero en un mundo que parece irreversiblemente marcado por la apertura, la comunicación global, multiculturalidad y la mezcla de razas y religiones, esto termina por ser inoperante. Por si esto fuera poco, en la actualidad comenzamos a padecer las consecuencias de un nuevo problema que en aquellos ayeres de entidades cerradas no existía: el efecto destructivo que el hombre ejerce sobre su propio entorno. Hoy, la nueva realidad social y cultural de la civilización parte de premisas distintas. Ahora en todas las grandes metrópolis existen hombres y mujeres de las más diversas mentalidades y condiciones culturales y raciales, y por otro lado la actividad industrial y el avance tecnológico sin ton ni son han provocado daños ambientales que podrían cambiar las condiciones físicas del mundo en que vivimos. En el antiguo paradigma ético del hombre, el punto central consistía en entenderse consigo mismo. Ahora las cosas son distintas y la nueva ética necesita forzosamente, ya no sólo considerar el hombre consigo mismo, sino también su postura en relación al otro –que inevitablemente piensa y actúa diferente- y en relación a su entorno. Ya no se trata de obrar de tal forma que “mi máxima se convierta en ley universal” –como nos decía Kant en la entrega anterior–, sino de obrar de tal forma que cada individuo pueda vivir libremente y en paz en función de su propia máxima, y todo esto sin dañar el entorno. No se habla de que ahora ya no deba actuar en sincronía con mi conciencia, sino que ahora se trata de que mi conciencia integre a su propia concepción del mundo la idea de que el otro merece tanto respeto como yo -y que aun cuando no comparta sus ideas, él posee su propia conciencia y el mismo derecho a vivir en función a sus máximas- y todo esto sin olvidar que formo parte inevitablemente de una <comunidad biótica> a la que también le debo respeto y cuidado, puesto que al dañarla, me daño a mí mismo. Aquí resulta trascendental la nueva propuesta paradigmática que nos ofrece H. Jonas en su libro El principio de la Responsabilidad: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra”; o expresado negativamente: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida; o simplemente: “No pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la tierra”; o, formulado, una vez más positivamente: “Incluye en tu elección presente, como objeto también de tu querer, la futura integridad del hombre”[1]. Esta propuesta, planteada desde diversos puntos de vista, goza de la ventaja de que puede aplicarse a los tres ámbitos sugeridos anteriormente: para conmigo mismo, para con los demás y para con el mundo que me rodea y al cual pertenezco como un engranaje más de esa portentosa complejidad biológica que forma al planeta en su conjunto. Desde luego que para que estas ideas apliquen es necesario empezar por definir la “auténtica vida humana” que debe “preservarse”. ¿Qué es “una vida humana auténtica”? Yo la imagino como una existencia plena, una vida material donde cada individuo pueda pensar, sentir y actuar según su conciencia y conviviendo en absoluta armonía con los demás y con el entorno. ¿Es mucho pedir? Quizá, pero es lo justo: que cada uno de nosotros podamos aspirar a “una vida humana auténtica”. ¿Quién podría conformarse con menos? Aquí es donde se hace necesario ampliar los conceptos que se tienen de sí mismo y de los demás. Si uno supone que “preservar la auténtica vida humana” consiste en imponer mis ideas, mi “verdad”, ya se habrá partido de una ética equivocada y de nuevo los Anders Behring que abundan por el mundo encontraran justificación para cualquier acto que consideren acorde con ese concepto de “auténtica vida humana”. Pero si por otro lado consideramos que preservar la “auténtica vida humana” consiste en defender lo más profundo de la humanidad en lo esencial, comprenderemos que se trata de defender el derecho a ser libres, a la vida como tal, a un trato respetuoso y digno, a pensar, creer y sentir en función de los propios códigos éticos y morales, y que el otro, en tanto ser humano igual que yo, posee los mismos derechos y obligaciones; y que todos, tanto yo como el otro, residimos en un planeta y un entorno que es indispensable preservar para garantizar nuestro futuro como especie. Jonás, en su libro ya mencionado, expone no sólo el principio transcrito párrafos atrás, sino que deja claro que así como el imperativo categórico kantiano estaba dirigido al individuo, su principio de responsabilidad está dirigido también a la implementación de la política pública que lo haga obligatorio y le dé marco y sentido: “El nuevo imperativo apela a otro tipo de concordancia –en relación a lo propuesto por Kant-; no al acto consigo mismo, sino a la concordancia de sus efectos últimos con la continuidad de la actividad humana en el futuro.[…] Esto añade al cálculo moral el horizonte temporal que falta en la operación lógica instantánea del imperativo kantiano: si este último remite a un orden siempre presente de compatibilidad abstracta, nuestro imperativo remite a un futuro real previsible como dimensión abierta de nuestra responsabilidad”[2]. La prioridad de la acción ética y moral ya no es solamente la acción en sí misma, sino que el acento debe ponerse también en sus consecuencias. En los tiempos que corren –y con la información con la que disponemos en la actualidad– no hay acción que pueda considerarse “buena” si ésta no tiene como objetivo final “la continuidad de la actividad humana” en su conjunto y la búsqueda de que cada habitante de este planeta goce de una “auténtica vida humana”, y esto significa respetar mi conciencia y mi individualidad, respetar al otro y respetar también al planeta que nos da cobijo a todos. Sin esto no hay acción moral que pueda sostenerse y no imagino una convicción ideológica o una creencia religiosa que se considere a sí misma en búsqueda de “lo bueno” y la “verdad” y a la vez consienta con atropellar la “vida humana auténtica” de todos aquellos que no son o no piensan como uno. El próximo martes concluiremos esta exposición con una serie de propuestas éticas que amplíen los horizontes y nos permita enfrentar las nuevas realidades y retos que nos depara el futuro.