Biblioteca y memoria

Buenas tardes. Si tuviéramos que definir lo que es una biblioteca, llegarían a nuestra mente conceptos tan diversos y a la vez tan afines como acumulación, conjunto, colección, patrimonio… Pero esta clase de caracterización, aunque precisa en un sentido, resulta chata e insuficiente si pretendemos comprenderla en su verdadera dimensión. Aunque en efecto, lo sea, no me gusta pensar en una biblioteca como una aglomeración de objetos dispuestos en un cierto orden. Todos aquí sabemos, que cada una de ellas es mucho más que la suma aritmética de las piezas independientes que las componen. Y esto se debe a que una vez que cada elemento se integra al conjunto total, dicho acervo se transforma en una enorme unidad de sentido. Y si de bibliotecas se trata, ésta, la del Congreso de la Unión, la que hoy nos convoca y que cada uno de ustedes se ha encargado de nutrir con sus aportaciones permanentes al Depósito Legal, es una muy significativa. Reflexionemos brevemente: cualquiera es capaz de imaginar el carácter objetivo de una biblioteca. Podríamos ver sus pasillos, los anaqueles que se despliegan a cada paso, los miles de lomos alineados en perfecto orden. Pero ¿qué hay de su carácter subjetivo? El que verdaderamente importa. ¿Qué hay de todo ese contenido inaprensible? Ése que, aunque existe, no se puede ver, ni medir, ni pesar, pero que es precisamente lo que le da valor auténtico. Es como si habláramos de un ser humano. Tenemos cuerpo, sin embargo somos mucho más que eso. Además de piel, hueso y vísceras, somos pensamiento, sueños, emociones, recuerdos, ideas, fobias y mucho más, aun cuando ninguno de esos elementos sea posible contemplarlo en la dimensión material. Aun cuando no tengamos idea de qué forma tienen, cuánto pesan o de qué están hechos. Del mismo modo las piezas que componen una biblioteca, ya sean libros, revistas, periódicos o documentos, son sólo la manifestación física de lo que ésta realmente significa. Pero si una biblioteca no es un conjunto de libros, ¿entonces qué es? Yo me aventuro a decir que una biblioteca es memoria. Pensemos en un recuerdo cualquiera. Algunos son tan poderosos que pueden marcar la vida de un hombre, o de muchos, y sin embargo este recuerdo carece de ubicación en el espacio e incluso su existencia en el tiempo es subjetiva. Y con todo y lo inaprensible que pueden ser, son ellos, nuestros recuerdos, los que terminan por definir quienes somos. Somos lo que recordamos que somos, y quienes han tenido contacto con personas cuya memoria se desvanece a causa de la edad o alguna patología, han sido testigos de cómo una personalidad plena y vigorosa durante décadas, paulatina e inadvertidamente deja de ser. Hay pocas cosas más deshumanizantes que la carencia de recuerdos, que la desaparición de la memoria. Somos nuestra memoria -escribió Borges–, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos. Se pueden almacenar, clasificar y ordenar en sólidos estantes, millones de libros escritos desde la sensibilidad e inteligencia y bellamente editados, pero al final, una biblioteca sólo es lo que es, sólo desempeña plenamente su papel cuando, igual que hacemos con la memoria, recurrimos a ella. Una Biblioteca es memoria, porque al igual que con aquella, almacenamos potencialmente la existencia entera confiriéndole sentido. Pero hay un elemento más: en nuestra mente los recuerdos se transforman, evolucionan, se reconstruyen, se presentan ante nosotros con nuevos significados, con nuevos sentidos, con nuevas posibilidades, y aquello que un tiempo habitó nuestra cabeza significando una cosa, repentinamente ahora, tras el paso de nuevas experiencias y aprendizajes, significa otra. Aunque cada uno de los volúmenes que la componen es, en apariencia, siempre el mismo, la biblioteca también es una memoria cambiante. Con cada lectura, con cada generación, con cada consulta, sus posibilidades de significado se potencian, se expanden, se transforman. Porque ella, al igual que nosotros, nunca es la misma, siempre es otra. ¿Cómo comprender la poesía de Becker, de Neruda, de Pellicer, de Sor Juana abstrayéndonos a las nuevas realidades que nos circundan? ¿Cómo releerlos de igual manera que lo hacíamos ayer, cuando ahora, en nuestra vida cotidiana, existen conceptos impensables para generaciones anteriores? Sólo por citar un ejemplo de los miles que nos rodean, pensemos en un concepto que ha colonizado la poesía de casi todos a lo largo de los siglos… algo tan cotidiano como la palabra nube. ¿Cómo leer aquellos poemas del mismo modo, cuando ahora los gurús de la tecnología han bautizado precisamente como la nube a ese lugar no físico donde se acumulan cantidades inimaginables de información, bibliotecas enteras que jamás podremos ver, pero que podemos consultar luego de unos cuántos clicks. Se imaginan las potencialidades, tan solo de esa palabra, para la reinterpretación de la poesía del pasado. Aunque se dice que el hubiera no existe, qué poemas nos habría heredado Octavio Paz de haber siquiera imaginado que una nube también podría ser eso. Ahora consideremos las implicaciones que tendrá para la escritura poética del presente y del futuro. ¿Cuántos significados más adquirirá la palabra nube? ¿Qué nuevas perspectivas podremos atribuirle a la relectura de textos anteriores bajo los parámetros siempre cambiantes de lo que calificamos como la realidad? Así como hoy es lugar común decir que Kafka pareciera un escritor costumbrista mexicano, ¿que nuevos sentidos tomarán los fantasmagóricos pobladores de Comala dentro de cien años? Así, vistos desde nuevos y más complejos puntos de vista, los contenidos de la biblioteca son a la vez los mismos, pero simultáneamente siempre nuevos. Todo eso y mucho más es una biblioteca. Pero, si toda biblioteca es memoria, ¿de dónde salen los recuerdos que la componen? La memoria del ser humano se alimenta del mundo, de la realidad, de los estímulos que recibe cada día. Mientras que los recuerdos de una biblioteca están materializados en su acervo. Entonces, si cada obra es un recuerdo, ¿cómo se construyó cada uno de ellos? Aun cuando a los autores nos cueste reconocerlo, las novelas son obras colectivas. Para que existan deben participar infinidad de personas y situaciones que se conjugan en distintas proporciones para concretar el producto final, que muchas veces ni siquiera nosotros que la escribimos tenemos idea de dónde salió. Tratando de asimilar este fenómeno terminé por entender que toda obra literaria no es más que un producto de la realidad en que el autor está inmerso. El resultado de su tiempo y su circunstancia. En mi caso, imaginar historias que se desarrollan en un México de paz, libertad y justicia me resulta tan inverosímil, que recrear un escenario semejante me exigiría una capacidad creativa de la que definitivamente carezco. Los que escribimos, lo hacemos acerca de lo que nos ha pasado, de nuestros anhelos, de nuestros deseos –muchas veces inconfesables por cualquier otra vía-, pero nada de esto puede abstraernos del mundo que nos rodea. Al final, la historia –más que una acumulación de datos y fechas- es un cúmulo de experiencias que deberían servirnos para escarmentar en cabeza ajena y prevenirnos para no cometer los mismos errores del pasado. En este contexto, y a manera de reflexión, quiero compartirles una anécdota que me pareció fascinante porque, a pesar de haber sucedido en otra época y otro país, bien podría pasarnos también a nosotros. Leyendo La República mundial de las letras, de Pascale Casanova[1], llegué al apartado dónde se habla de la relación entre la política, la literatura y la realidad. Ahí, la autora hace un gran énfasis en que las tres cohabitan el mismo espacio y que resulta imposible disociarlas entre sí. Sus conceptos son reforzados con un episodio en apariencia banal, pero que si se le toma en serio, no sólo resulta revelador sino inquietantemente premonitorio. Cuenta Casanova que en Irlanda, en 1923, mientras se intercambiaban las últimas descargas de la guerra civil, se representó en el Teatro Abbey la obra La sombra de un pistolero, de O´casey y en el programa de la obra había una nota insertada que prevenía a los espectadores. La nota aclaratoria decía así: “Todo disparo que se oiga durante la función forma parte de la trama. Se ruega al público que permanezca sentado”. No pude evitar imaginarme a los espectadores, pecho tierra bajo sus butacas, paralizados de angustia y convencidos de que la guerra los había alcanzado, mientras arriba del escenario los personajes continuaban batiéndose con disparos imaginarios. Pero de la risa, pasé a la reflexión. Me pregunté qué tan lejos estamos en el México de hoy de necesitar aclaraciones semejantes, mientras nos atiborramos de palomitas en el cine o nos sentamos a comer en un restaurante de moda. ¿Se imaginan que en el menú, antes del listado de platillos dijera: “Todo disparo que se oiga durante la comida forma parte del ajuste de cuentas del crimen organizado. Se ruega a los comensales guardar la calma y permanecer sentados”? A veces me pregunto si de veras falta tanto. Si de verdad podemos permanecer sentados contemplando semejante carnicería como si no fuera nuestro asunto. Me cuestiono acerca de si podemos convertir el miedo en una forma de vida. Acerca de si podemos aceptar la violencia y el derramamiento de sangre como parte de lo cotidiano. De si podemos renunciar a nuestra libertad, para convertirnos en rehenes de unos cuantos. ¿Cómo un autor podría cuestionarse todo esto sin plasmar siquiera un esbozo indirecto en su obra? Desde luego, no puede. De nada de esto puede abstraerse la literatura, pero tampoco la historia, ni el ensayo, ni la sociología, ni ninguno otro tema de ese magnífico abanico de obras que ustedes publican año con año. Es entonces cuando cada una de ellas se convierte en un recuerdo vívido, una reflexión, una premonición, un aviso de lo que efectivamente ocurre. Cada una de esas obras que ustedes editan, se convierten en recuerdos, en memoria viva, y así como hoy, mucho años después y a miles de kilómetros de distancia, evocamos lo sucedido en el teatro Abbey, en Irlanda, vinculándolo con nuestra propia realidad, algún día las generaciones futuras recordarán los momentos que estamos viviendo y comprenderán mejor su propio presente en aras de inventarse un mejor porvenir. Para eso sirve la literatura, para eso sirven los libros, para eso sirven las bibliotecas. Entonces, una vez que las obras nacen, aparecen ustedes, lo editores. El vínculo, el puente, entre la obra que el autor construye a partir de lo que la realidad le dicta y los anaqueles que habrán de acogerla permitiéndole formar parte de esa estructura de ideas, conceptos, vivencias y esperanzas a la que llamamos biblioteca. Si equiparamos todo este sistema al cerebro humano, ya dijimos que la biblioteca sería la memoria. Entonces la obra sería el impulso eléctrico producido por el estímulo recibido del mundo exterior. En ese caso ustedes serían las neuronas, esas células indispensables que interconectan los impulsos sensoriales con las respuestas concretas del cerebro, otorgándole el material del que habrá de construir sus recuerdos. Ustedes se convierten entonces en esa inteligencia que une al impulso efímero creador con la memoria común. Se manifiestan como el puente que permite, en primera instancia, decidir de entre ese universo de creaciones, cuáles ameritan persistir, cuáles representan la realidad que vivimos, en cuáles de ellas los lectores habrán de verse reflejados, con cuáles habrán de conectarse, de emocionarse, de identificarse. Son ustedes quienes desde la sensibilidad, a la vez literaria y comercial, se constituyen como el fiel de la balanza, en el tamiz que retiene los diamantes y desecha el polvo y las rocas, quienes seleccionan los ladrillos con lo que día a día, edición tras edición, ejemplar tras ejemplar, se construye una parte de la memoria colectiva que nos define y que habrá de persistir para el futuro. Hace apenas unos días recorrí este edificio. Visité las distintas áreas del acervo, desde los estantes concretos donde acomodan los volúmenes, pasando por la hemeroteca, por los archivos documentales, los mapas, los soportes audiovisuales y hasta las carpetas donde recopilan la memoria legislativa de nuestra vapuleada Democracia, y fue entonces que comprendí la dimensión y la importancia de este esfuerzo. Me invadió una sensación extraña, intensa, profunda. Fue entonces cuando comprendí lo pertinente de comparar el funcionamiento de nuestra mente, donde la unión de la memoria, los impulsos y los estímulos forman nuestra conciencia, –esa poderosa sensación de ser, de estar, de existir–, con lo que esta biblioteca representa y significa para nuestro país. Del mismo modo que como lo hace nuestro cerebro, en este espacio se almacenan e integran todos los libros, revistas, periódicos y un largo etcétera que se publican año con año en nuestro territorio y que interactúan entre sí formando esa memoria viva de la que hablaba. Comprendí entonces que no exageraría al decir que estamos ante una de las manifestaciones concretas de la Conciencia Nacional. Me resultó evidente que el conjunto de la obra almacenada aquí conforma en gran medida el mapa de nuestra mente colectiva y son los contenidos de cada una de esas obras las que en gran medida apuntalan nuestra identidad y nos definen como nación, como grupo, y por qué no, también como individuos. Si alguien de otra cultura, de otro tiempo o incluso de otro planeta, analizara el acervo que se guarda entre estos muros, si tomara nota de cada documento histórico que se clasifica y archiva, y que muchos de ellos datan desde la colonia, tendría una imagen muy clara de lo que México es, y más aún: de lo que puede ser. Y hoy estamos aquí para reconocerlos, porque cada uno de ustedes son pieza fundamental para que esa conciencia exista, permanezca y se haga cada vez más rica, robusta y compleja. Ustedes son cómplices de esta maravilla, los responsables solidarios que moldean cotidianamente esa conciencia con sus lecturas atentas, con sus decisiones editoriales, con la acuciosidad con que cuidan los textos, hasta llevarlos a su versión definitiva y concreta en forma de libro, quienes con responsabilidad y nobleza envían cada una de las obras que producen para su resguardo en este lugar. Cada uno de ustedes obra a obra, publicación a publicación, forman parte indispensable de esta conciencia que nos da rumbo e identidad, de este ente en apariencia subjetivo e imaginario, pero que es tan real como el color verde de la bandera o nuestro concepto de nación. Es por eso que el reconocimiento que habrán de recibir en unos instantes es apenas justo y merecido. Muchas felicidades y ha sido un privilegio compartir con ustedes una ocasión tan especial. Presentado en el la Biblioteca del Honorable Congreso de la Unión durante el evento: Reconocimiento a los Editores y Productores de Materiales Bibliográficos y Documentales por cumplir con el Depósito Legal en el año 2014. 22 de abril de 2015. Palacio Legislativo de San Lázaro.     [1] Casanova Pascale, La República internacional de las letras, Barcelona, Editorial Anagrama, 2001, Pág. 252.

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