Problemas inéditos requieren nuevas narrativas que permitan entender el presente y el futuro incierto que encaramos, pero bajo un nuevo fundamento: LOS SERES HUMANOS SOMOS EL MECANISMO QUE PERMITE AL PLANETA TOMAR CONSCIENCIA DE SÍ MISMO.
Nos corresponde tomar la responsabilidad al respecto del verdadero lugar que ocupamos en la Tierra, lo que implica asumirnos como una “Humanidad Planetaria”.
La Pandemia como catalizador de la transformación humana hacia un mundo solidario y empático.
A partir de la invención del lenguaje el ser humano siempre ha construido relatos. Esto ha ocurrido en todos los tiempos y culturas. Gran parte de estas historias han tenido como propósito explicar el mundo y el lugar que ocupamos en él.
Con el paso del tiempo muchas de estas historias se convirtieron en mitos, en leyendas, en fábulas, en arquetipos de personalidad, pero también en leyes, en ideologías, en políticas públicas, en normas morales y éticas y, desde luego, en cosmogonías que han servido para explicar el origen del universo y de la vida humana.
Ejemplo de estas últimas hay infinidad. Sólo por citar alguna, pensemos en tres que terminaron por convertirse en paradigmas dominantes en distintos momentos de la historia de occidente.
En primer lugar tenemos el génesis bíblico. En él se explica cómo fue creado el mundo y el ser humano. En ese relato la historia humana comienza con la expulsión de Adán y Eva del paraíso para encarar, desde entonces, una existencia de dolor y sufrimiento como expiación por sus pecados.
Un segundo relato determinante para la historia occidental fue articulado por René Descartes, quien, buscando un fundamento para reconocer la verdad, encontró en la duda sistemática un método que supuso infalible. Al dudar de todo, no le quedó más remedio que vaciar su mente ante la posibilidad de que lo que había en ella fuese falso, hasta llegar a la esencia de lo que consideró lo humano: ya que estoy pensando, quiere decir que existo.
En su tiempo y su contexto, esta manera de relatar al ser humano fue una novedad genial, que no sólo se convirtió en el gérmen del método científico y de todo el desarrollo tecnológico posterior, sino que hizo algo más. Con esas tres simples palabras: “pienso, luego existo”, inventó el Yo, inventó la modernidad, inventó al individuo, al observador científico y, como consecuencia, al objeto observado.
Se trata de un relato que replantea por completo el lugar que el ser humano había ocupado hasta entonces en el planeta y en el universo. Pero no todo fueron buenas noticias; esto, que sin duda se trató de una genialidad, tuvo como consecuencia subyacente la disociación entre la mente y el cuerpo, y en una segunda fase, la separación entre civilización y naturaleza.
Ahora pensemos en un ejemplo de cosmogonía aún más reciente, fundado en el concepto que conocemos como “big bang”.
El detonante de este relato fundacional fue una misteriosa explosión que dio origen al universo, y que condujo, tras una serie de azares inexplicables, a que apareciéramos los humanos, desamparados en la inmensidad de lo que pudiera ser un cosmos inerte, incierto y vacío.
No es necesario detallar las enormes diferencias que hay entre las instituciones, las formas de gobierno, las normas éticas y morales, la economía, las modalidades de justicia, el desarrollo tecnológico, las relaciones interpersonales, y un largo etcétera, en que se tradujeron, en cada momento histórico, cada una de estas distintas comprensiones del universo. Y como consecuencia de estas diferencias podemos afirmar que los residentes de cada una se ellas habitan, literalmente, mundos distintos.
Las cosmovisiones que derivan de estas tres maneras de entender al ser humano siguen vigentes, y millones de personas en occidente vivimos inmersos en alguna de ellas o en una combinación particular formada por los elementos de cada una qué mas nos acomodan. Imaginar un solo planeta donde cohabitan tres mundos tan distintos, facilita comprender por qué existen tantas tensiones sociales y culturales y por qué es tan difícil encontrar puntos en común que conduzcan a acuerdos satisfactorios y duraderos.
Puesto que no es posible vivir sin ningún relato, sin ninguna narrativa que nos explique quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos, la que escojamos como verdadera será determinante a la hora de pararnos en el mundo e interactuar con él.
Sin embargo, ante lo novedoso de la situación actual y la monumental incertidumbre que nos depara el futuro tras la pandemia en que estamos inmersos, los relatos existentes acerca del ser humano, su origen y destino, así como su relación con el entorno, han sido muy útiles para comprender cómo hemos llegado hasta aquí, pero no tanto para explicar lo que sigue en el camino.
Una vez que la crisis sanitaria haya pasado, con las sobrecogedoras consecuencias en términos de vidas humanas perdidas, y que, tras este inusitado periodo de aislamiento e hibernación, salgamos nuevamente de nuestras casas, podemos estar seguros de que el mundo que nos encontraremos no será el mismo que conocimos hasta ahora.
Desde luego, no hablo de que vaya a ocurrir un cambio esotérico, producto de un despertar espontáneo y mágico ni tampoco estoy diciendo que vayan a dejar de entregarnos pizzas a domicilio o que vaya a desaparecer el sistema financiero mundial. A lo que me refiero es a que, tras la pandemia y el cese casi universal de actividades por un periodo de tiempo tan largo –en este momento ni siquiera sabemos cuanto tomará volver a lo que conocíamos como “la normalidad”–, las instituciones y los sistemas políticos, económicos y sociales que nos han regido hasta ahora quedarán profundamente trastocados.
Habrá tantas prácticas habituales que resultarán obsoletas, descubriremos tantas dinámicas ordinarias que serán tan difíciles de restituir, que será indispensable repensar y resignificar nuestros conceptos de seguridad, de salud, de ahorro, de empleo, de consumo, de política pública, de interacción social, sólo por citar algunos.
Por eso, cuando hablo de nuevas narrativas, no me refiero a abstracciones o mitos fantásticos o quiméricos, sino a discursos que, tras asimilar la nueva realidad post-pandemia, respondan a preguntas del tipo: ¿Cuál es el papel que debe ocupar el Estado? ¿Cómo y dónde se consiguen los recursos para que éste lleve a cabo su función? ¿Qué tipo de economía queremos tener? ¿A qué servicios públicos debe tener derecho todo el mundo? ¿Qué entendemos por solidaridad y cómo se equilibra el bien común con los anhelos individuales? ¿Qué, de todo lo que solemos comprar, realmente lo necesitamos? ¿Hay vidas humanas más valiosas que otras? ¿De qué nos sirven los avances tecnológicos –por ejemplo, en la ciencia médica– si no están al alcance de todos? ¿Qué tan importante es el contacto humano presencial? ¿Cómo me inserto yo, en tanto individuo, en esa nueva realidad que parece emerger? Y esto sólo por poner unos ejemplos, pero hay muchísimas más preguntas que debemos hacernos para decidir qué clase de mundo deseamos construir cuando la emergencia pase.
Esta necesidad de replanteárnoslo todo –porque no se trata de cuestiones nuevas, sino de los mismos temas humanos de siempre, pero deliberados desde una nueva perspectiva– pasa por todos los ámbitos de la existencia. La situación actual no sólo nos invita, nos obliga a repensarnos, redefinirnos y encontrar nuevas formas de estar en el mundo que nos permitan continuar existiendo y desarrollándonos, pero de una manera más holística y sustentable en relación con todos los sistemas, tanto humanos como planetarios, en que estamos inmersos: económico, social, político, relacional, ecológico, etc.
Y esto, aunque tímidamente, está empezando a suceder. En organismos internacionales, universidades e incluso en espacios de gobierno como la Unión Europea, trabajan a marchas forzadas en busca de soluciones a problemas que, de tan inéditos, ni siquiera se han materializado aún.
Por eso, este replanteamiento, esta necesidad de contarnos nuestro lugar en el mundo con nuevas palabras, con un nuevo enfoque más apropiado a nuestra realidad planetaria actual, es una cuestión de la más alta prioridad.
Y para muestra, un botón: la propia experiencia del encierro está invitando a muchas reflexiones. Una de las posibles sería preguntarnos en qué mundo preferimos vivir: en uno donde los vecinos le hacen la compra del supermercado a la mujer mayor del edificio para que no salga de su casa por pertenecer al grupo más vulnerable de contagio o, cuando las cosas se normalicen, preferimos regresar a ese mundo de siempre, donde impera el “sálvese quien pueda” por encima de la solidaridad.
Ante semejante escenario de incertidumbre, ha llegado el momento de construir nuevas narrativas que nos habiliten para transformar la política, la economía y los vínculos entre las personas en espacios de mayor diversidad, creatividad, inclusión, solidaridad, cooperación, responsabilidad social y planetaria y, desde luego, también que fomenten el desarrollo y la innovación sustentable. Sin embargo, la base de estos discursos no puede ser otra que la de posicionar de forma novedosa a la especie humana en el planeta.
A pesar de todo, esta situación ofrece también ventajas inéditas. Por primera vez en la historia de la civilización está nueva etapa de la humanidad que parece emerger parte de hechos universales: todos los seres humanos, de todas las naciones, razas, género, preferencias sexuales, condiciones socio-económicas, ideologías y religiones estamos aquejados por el mismo problema, al mismo tiempo. Y todos nos enfrentaremos a consecuencias análogas.
Y esto conlleva un factor nunca antes experimentado por la humanidad en su conjunto: el hecho de que se trate de una crisis universal, que en una medida u otra todos estamos padeciendo de forma directa, nos hará imposible entenderla exclusivamente de forma abstracta. Es decir que, además de una comprensión racional de lo ocurrido, tendremos una experiencia directa a partir del modo específico en que nos trastocó la existencia, con lo cual inevitablemente desarrollaremos memorias emocionales, corporales y sensoriales de lo vivido en este tiempo. Esto habrá de ocurrir de cualquier modo, así que merece la pena capitalizarlo en nuestro beneficio: al experimentar de forma personal y directa las consecuencias de las múltiples crisis que conlleva la pandemia de corvid-19, estaremos habilitados para integrar a nuestra existencia el conocimiento que de todas ellas se deriven de una forma mucho más amplia y profunda.
A diferencia de crisis anteriores, no se tratará de un evento que nos expliquen analíticamente los “expertos”, sino de una vivencia personal a tantos niveles –sensorial, emocional, sentimental, relacional, laboral, de salud, etc.– que resultará viable la emergencia de un auténtico potencial de transformación individual y social que habrá de manifestarse conforme busquemos soluciones concretas a los problemas que inevitablemente se materializarán. Es decir: habremos muchos más individuos con la “modalidad” sensible y solidaria activada, con lo cual las soluciones que busquemos a los problemas que surjan podrían ser más humanas y empáticas que en cualquier otra época de la historia.
El hecho de que la crisis esté tan generalizada, tenga consecuencias tan graves en la vida de los individuos y sus efectos sean universales, la convierte en una lección existencial muy difícil de olvidar, de pasar por alto, y conlleva, por lo tanto, una auténtica oportunidad de transformación. Tan sólo recordemos que el movimiento que surgió en Francia en mayo de 1968 tenía muchos menos agentes de cambio y fue mucho menos universal y, sin embargo, el mundo entero experimentó sus efectos.
Desde luego que aquello que es “potencialmente posible”, puede o no ocurrir, y lo que tentativamente parece una ocasión invaluable para renovar nuestro entendimiento y experiencia del mundo, puede convertirse también en una oportunidad perdida si optamos por buscar soluciones a las consecuencias de la crisis desde el miedo y el egoísmo. Sería lamentable que el sufrimiento experimentado y los inmensos costos que de todas maneras habremos de pagar, se diluyan, y terminemos por retomar las directrices previas, aun sabiendo a los diversos tipos de precipicios a los que ya nos dirigíamos. Al final será nuestra decisión.
Humanidad Planetaria: la transformación empática y solidaria y el despertar de la consciencia de la Tierra.
Más allá de que emerjan un sinnúmero de narrativas distintas, que expliquen el momento presente desde diversos puntos de vista culturales, lo que considero central es la oportunidad única de replantear el papel y el lugar del ser humano en el planeta.
Pongámoslo de este modo: cuando la Tierra se formó, no existían vegetales ni animales. En aquel momento el planeta era un páramo rocoso y ardiente, en medio de un sistema solar en formación.
Sin embargo, la evolución operó de manera misteriosa, emergió la vida y, con ella, poco a poco lo que hoy entendemos como Reino Vegetal y Reino Animal. Pero en ningún caso se trató de hechos aislados e independientes, sino que el uno y el otro, en permanente interacción, coexistencia y coevolución, configuraron la atmósfera, los equilibrios bioquímicos, el clima, los ecosistemas, la diversidad de especies y un sin fin de cosas más, que nutrieron y complementaron a su vez al Reino Mineral que conocemos hoy.
Es decir, nuestro planeta no fue una sola cosa, estable y terminada, desde el principio, sino una combinación de elementos que, a partir de la interacción, coexistencia y coevolución, terminó por convertirse en lo que hoy entendemos por “la Tierra”.
De hecho, cuando hablamos de “salvar al planeta”, lo que nos viene a la mente no es un páramo rocoso que flota en medio del sistema solar, sino el conjunto de animales y vegetales, así como el entorno mineral que los acoge. Las tres cosas, unidas e indisociables, es lo que consideramos “la Tierra”. No es posible disociarlas, porque la ecuación dejaría de estar completa.
Pues bien, ha llegado el momento de que los seres humanos nos sumemos a esa ecuación. Desde esta perspectiva, el planeta Tierra que hoy habitamos es el producto de la interacción, interdependencia, coexistencia y coevolución del Reino Mineral, del Reino Vegetal, del Reino Animal y de los Seres Humanos. Y lo que emerge de esa unión es indisociable y mucho más que la simple suma aritmética de sus partes. Se trata de un complejo sistema de sistemas, interdependientes a muchos niveles, y no de una acumulación arbitraria de entidades diversas.
En el siglo XXI, ante los retos que inevitablemente enfrentaremos, este es el punto de partida del que tendría que construirse cualquier narrativa que pretenda explicarnos el futuro en cualquiera de sus contextos.
Y no me refiero a reescribir y adaptar mitos o fábulas del pasado. No hay duda de que muchos de esos arquetipos siguen y seguirán resultando funcionales para explicar una inmensa cantidad de impulsos, emociones, sentimientos, ideas y anhelos humanos. Sin embargo, lo insólito de los retos por venir y lo inédito de esta nueva comprensión planetaria exige nuevas narrativas en todos los ámbitos: en la política, en la economía, en la religión, en la filosofía, en la ecología, en la sociología y en cualquier otra disciplina que pretenda explicar al ser humano y su lugar en el planeta.
Quizá la lección más importante que la pandemia actual nos habrá de dejar, es la confirmación de lo que muchos intuíamos: que las fronteras nacionales y las diferencias culturales, ideológicas, raciales y económicas son separaciones artificiales.
Hoy, por primera vez en la historia, enfrentamos un reto global, donde todos los seres humanos, si así lo decidimos, podemos estar del mismo lado de la cancha y jugar en el mismo equipo. Ante nosotros se presenta un reto monumental, es cierto, pero si optamos por contarnos la historia adecuada, podría terminar por unirnos, en vez de separarnos.
Por eso, insisto: no puede existir narrativa válida y legítima que no parta de la base de que SOMOS LA TIERRA y de que lo que le pase a la Tierra nos pasa a NOSOTROS, nos pasa a los SERES HUMANOS EN SU CONJUNTO. De aceptar esta premisa, de asumirnos como esa nueva Humanidad Planetaria, se desprende el siguiente razonamiento lógico ineludible: LO QUE LE PASA A LOS DEMÁS SERES HUMANOS, ME PASA TAMBIÉN A MÍ.
Desde luego que con esta afirmación no descubro nada nuevo, se trata tan sólo del fundamento básico de la empatía y la solidaridad. Lo que sí entraña cierta novedad es el reconocer que si no somos capaces de encarnar de verdad estos valores, el desarrollo humano futuro será inviable. Desarrollar la empatía y la solidaridad ha dejado de ser un bonito deseo del que podemos prescindir, para convertirse en una condición indispensable para hacer frente a los desafíos inminentes, tanto los ecológicos que ya conocemos, como los económico-político-sociales, consecuencia ineludible de la pandemia.
Sólo entendiendo en lo más profundo que los seres humanos somos una sola especie, aquejados por los mismos problemas, motivados por retos semejantes, movidos por ideales compatibles y que no somos visitantes en la Tierra, como si se tratara de un grupo de turistas cósmicos, sino que SOMOS la Tierra, SOMOS Humanidad Planetaria, sólo entonces será posible construir narrativas que nos permitan desarrollar nuestras potencialidades como individuos y como especie, en armonía con el resto de los elementos que componen nuestra realidad planetaria.
Nuestra actitud hacia el mundo vegetal y animal, hacia nuestro entorno en su conjunto, tiene que cambiar, pero no para salvarlos de nada, como si se tratara de una decisión magnánima y generosa de la que pudiéramos abstenernos, sino como resultado de entender que, junto con ellos, SOMOS LA TIERRA, y que si continuamos devastando sus recursos, en realidad nos estamos devastando a nostros mismos.
Los defensores del orden económico-político-social dominante desde la Revolución Industrial aseguraban que la humanidad estaba en marcha y que era imposible “dejar de pedalear” porque colapsaríamos. Todo parece indicar que, cuando menos en el presagio del colapso, tenían razón. Lo cierto es que las consecuencias inevitables de la pandemia pueden convertirse en providenciales si las aprovechamos para lograr ese cambio de rumbo y actitud hacia una nueva comprensión Humano-Planetaria solidaria y sustentable que favorezca el futuro de nuestra especie y sane el desequilibrio que hemos provocado en muchos de los sistemas naturales, y cuyos efectos hemos empezado a padecer.
Las circunstancias sanitarias nos obligaron a detenernos, a “dejar de pedalear”, y como consecuencia pagaremos unos costes aún incalculables, pero, una vez asumidas las inevitables pérdidas en todos los ámbitos, tenemos la libertad de resignificar nuestro lugar en el mundo y decidir cómo y bajo qué renovados parámetros ponemos nuevamente en marcha los motores de la humanidad.
El hecho de aceptar e interiorizar que los seres humanos SOMOS LA TIERRA, que no existe ninguna disociación posible entre animales, vegetales, minerales y seres humanos, que estamos hechos de los mismos elementos, que SOMOS Humanidad Planetaria, conlleva algunas implicaciones más: puesto que no hay separación entre los seres humanos y los demás componentes del planeta, tampoco puede haberla entre unos seres humanos y otros.
En tanto seres humanos, TODOS, como especie, somos el pensamiento y la conciencia de la Tierra, y enfrentamos el gran reto inmediato de resolver los múltiples problemas de interacción y relacionales que hemos creado entre nosotros. Sólo así podremos desarrollar nuestra potencialidad única como especie: la racionalidad consciente planetaria.
La Humanidad Planetaria somos TODOS, mujeres y hombres, en todas sus manifestaciones: espirituales, ideológicas, políticas, filosóficas, religiosas, de preferencia sexual, de raza, de color de piel, de nacionalidad. Y somos todos, en conjunto, los que funcionamos como el mecanismo mediante el cual la Tierra toma consciencia de sí misma, de su belleza, de su complejidad, de su creatividad, de su diversidad, pero también de la fragilidad de sus sistemas y de la delicadeza de su equilibrio.
El ser humano comparte infinidad de rasgos con el resto de las especies, como, por ejemplo, la percepción sensorial y la emotividad; pero posee una característica que las demás carecen y que se traduce en nuestra aportación única al orden natural del planeta: la consciencia que tenemos de nostros mismos.
Todos los seres vivos son conscientes en algún nivel. Cualquiera que tenga perro, gato, tortuga o algún otro animal puede comprobarlo ahora mismo. Y también, aunque se requiera un poco más de paciencia y capacidad de observación, puede corroborarlo quien tenga a cerca alguna planta: todos los seres reaccionan de cierta forma –son conscientes– ante los estímulos externos. Pero los seres humanos somos los únicos “conscientes de esa consciencia”, y, además, los únicos capaces de reflexionar acerca de ella.
De algún modo, la evolución “decidió” que la novedad que a los humanos les corresponde aportar a este planeta tan complejo, diverso y sorprendente –y la razón por la cual tenemos derecho a entrar esa ecuación de la que hablaba antes– es el hecho de que poseemos consciencia de nuestra consciencia y además tenemos la capacidad de reflexionar de forma abstracta acerca de ella. Esto, además de ser absolutamente original e innovador en nuestro entorno planetario, nos coloca como el mecanismo mediante el cual la Tierra toma consciencia de sí misma, del mismo modo que la existencia del mundo vegetal, con sus complejos sistemas bioquímicos, es la manera que tiene la Tierra de “respirar”.
En la progresión estratificada que la evolución parece seguir, en busca de ampliar y profundizar la consciencia en el planeta, el mundo mineral encarna el estrato de la materia, vegetales y animales forman el estrato biológico, y la capacidad racional humana forma el estrato mental. Somos la noosfera de la que hablaba Teilhard de Chardin, la dimensión de la mente, tan real como la dimensión material y la biológica. Esta “consciencia consciente” que poseemos, así como la capacidad de reflexionar acerca de ella, ha convertido a la Humanidad Planetaria –no entendida como una acumulación de individuos aislados, sino como una totalidad que sólo toma forma si se incluyen a todos sus componentes–, en una especie de “neocortex planetario”: una red global digital y tecnológica, pero también sensorial, emocional, energética y racional que conecta conscientemente al planeta entero, a través de la cual fluye todo tipo de pensamientos, emociones, información y conocimiento.
Esta red global, este “neocortex planetario”, con cada era que la civilización humana transita, se vuelve más potente y se articula mejor, pero no parece que haya terminado de formarse del todo –aunque tomar consciencia de él pudiera acelerar su proceso de consolidación y estabilización–.
Poco a poco, primero a partir de migraciones nómadas, luego con los exploradores y comerciantes marítimos y terrestres que conectaron territorios remotos entre sí, y ahora con la tecnología que nos ha permitido la interconexión mundial, propia de la Era de la Comunicación en la que vivimos, hemos amplificado las capacidades racionales individuales al entretejerlas en un red de inteligencia global que nos permite, no sólo administrar el comercio y las finanzas de las grandes corporaciones o intentar controlar hábitos de consumo o tendencias ideológicas, sino también desentrañar los sistemas terrestres, aprender cada vez más acerca de los estratos minerales, vegetales y animales que forman nuestro entorno, detectar y reconocer la huella que nuestra propia existencia produce, así como el dispendio de recursos en el que hemos caído, e infinidad de cosas más, tanto positivas como negativas. El gran reto no está en desactivar ese gran “neocortex planetario” en formación, ante el miedo que producen sus posibles consecuencias nocivas, sino dirigirlo hacia aplicaciones más incluyentes, respetuosas, cooperativas, ecológicas y solidarias.
Esta conexión no parece ser sólo entre humanos, sino también entre humanos y el resto de los componentes del planeta. Esto puede sonar contradictorio con el hecho de que estamos devastando el planeta. Dejemos esto claro: no hay ninguna duda de esto está ocurriendo. Sin embargo es importante tener en cuenta que en muy pocas décadas hemos sido capaces de tomar consciencia del problema que hemos causado y empezar a tomar acciones al respecto. Aun cuando se trata de acciones muy insuficientes, el que todo esto haya sucedido en un lapso de tiempo tan corto, y además cuente con el respaldo global –científicos y activistas de todas las nacionalidades–, no es para desdeñarse.
De hecho, tomando en cuenta las enormes resistencias económicas y políticas en todo el mundo, y la inmensidad de intereses empresariales y corporativos que las políticas medioambientales atacan, es muy importante reconocer los avances conseguidos. Aun cuando nuestra huella es todavía muy dañina para el planeta, lo cierto es que cada vez más seres humanos despiertan su sensibilidad y respeto hacia el entorno y el resto de las especies; cada vez emergen más iniciativas de energía limpia; cada vez hay más organismos comprometidos con la lucha medioambiental en todos los países del mundo; cada vez más ciudadanos comunes tomamos nuevos pequeños pasos en la dirección correcta.
Está claro que el trabajo no está ni cerca de ser suficiente para reparar el daño que hemos causado, pero también es verdad que la consciencia global de los enormes pendientes que aun quedan por delante se manifiesta de forma cada vez más clara. Justamente esta consciencia global cada vez más amplia y universal, comprometida con la transformación del ser humano y sus conductas, es una muestra de la existencia de ese “neocortex planetario” en formación.
Nunca como hoy aquel viejo proverbio chino que afirma que <el leve aleteo de las alas de una mariposa puede provocar una tormenta al otro lado del mundo> había sido tan real, tan tangible, tan incuestionable como nuestra experiencia presente nos revela. Nunca como hoy, ideas como esa han dejado de ser una intuición expresada a partir de una bella retórica poética, para convertirse en descripción literal de la realidad que vivimos en tiempo presente en todas las latitudes del mundo. Y esto es posible gracias a esa red global, a ese “neocortex planetario” en formación, mediante el cual las múltiples realidades simultáneas se trasmiten, comunican y transforman.
Es por medio de la racionalidad consciente y la sensibilidad humana, de ese “neocortex planetario” que hemos ido poco a poco entretejiendo desde nuestra aparición como especie, que La Tierra toma consciencia de la belleza desmesurada de un amanecer, del mismo modo que del terror que produce la devastación que conlleva una erupción volcánica.
Por eso, las narrativas que tenemos que crear para entender los tiempos que vienen y proyectarnos hacia un futuro donde quepamos todos y seamos capaces de asumir nuestro verdadero lugar en la Tierra, sabiéndonos ingrediente indisociable de ella, tendrían que ir en ese sentido: resolver los problemas relacionales que existen entre los seres humanos, pero también hacernos responsables de la manera como interactuamos con el entorno –minerales, vegetales y animales es su conjunto–, al que hasta ahora hemos tratado como un ente distinto de nosotros, como algo externo de lo que podemos disponer, como si nos perteneciera, en vez de entender al Planeta como ese conjunto de seres y sistemas indisociables a nosotros, sin los cuales nuestra existencia es imposible.
Abril 2020