No tengo idea de si Bob Dylan tiene o no los merecimientos para que le sea otorgado el premio Nobel, pero su nombramiento ha abierto un espacio para reflexionar al respecto de diversos asuntos.
Cuando supe que el Premio Nobel de Literatura 2016 le era otorgado a él, tuve una serie de sentimientos encontrados. Por un lado reconozco su valor como cantautor, su influencia en las décadas de los sesentas y setentas a nivel mundial y la influencia que ha tenido en un sinnúmero de artistas de todos los géneros imaginables. El mundo de hoy no sería el mismo –y con ello me refiero que sería aun peor– si Bob Dylan no hubiese existido. Y que conste que esto no necesariamente puede decirse de muchos premios Nobel anteriores. Casi me atrevo a decir que si tomamos a todos los premios Nobel desde que él publicó su primer disco, muy pocos habrá que tengan la trascendencia a nivel mundial y la supervivencia en el tiempo que el compositor norteamericano se ha ganado a pulso a lo largo de su trayectoria. Así que no, el asunto no es contra Dylan.
Por otro lado está el tema concreto de su obra. No se trata de restarle mérito, sin embargo al tratarse de un premio literario, tengo serias dudas que la canción popular –así sea de protesta– compita en la misma categoría que el poema; más bien, al contrario, estoy convencido que son dos construcciones culturales y artísticas de muy distinta índole.
En principio se construyen sobre soportes muy diferentes. No olvidemos que el poema sobrevive única y exclusivamente de la palabra, y de lo que con ella es capaz de construir el poeta –en complicidad con el lector, que necesariamente habrá de ponerle la voz, así sea dentro de su cabeza. Mientras que en el caso de una canción –y mucho más cuando quien la interpreta es una estrella de los escenarios– conlleva muchos otros elementos que la complementan y la fortalecen, como es el caso de la partitura musical, de las interpretaciones que de ésta llevan a cabo quienes ejecutan los distintos instrumentos y qué decir de quien propiamente la canta y que deja en ella un sello muy especial –eso sin contar la tecnología de las grabaciones, la influencia determinante del productor de los álbumes y demás componentes de la industria musical.
Creo que la situación es equivalente a si de pronto, ya que han sido premiados varios dramaturgos, se llevara el Premio Nobel un guionista. Y por supuesto que no se trata de restarle mérito al guión; realmente es una pieza compleja de escribir, pero es un texto escrito específicamente para hacer películas –con un lenguaje preponderantemente centrado en la imagen– y donde además de la mano del director, hay un equipo enorme de personas que hacen posible que la película haya tenido el resultado final que vemos en pantalla, mientras que el dramaturgo –con todo y la influencia del director y el elenco– crea piezas donde el lenguaje literario es preponderante y que son susceptibles de ser leídas como piezas literarias.
Por eso, y como reflexión a este respecto dejo en el aire una pregunta: ¿las letras de las canciones de Bob Dylan –por sí mismas, sin la música y la interpretación vocal– serían acreedoras a un premio literario de esta envergadura? Porque en caso de que la respuesta fuera negativa, la competencia de éste contra un poeta sería francamente desigual.